lunes, 6 de septiembre de 2010

James Hudson Taylor PARTE FINAL


Continuación y conclusión de la fascinante biografía de este sencillo hombre que fue obediente al llamado de su Señor. Espero que conocer un poco mas de su vida haya sido de bendición para la suya, inspirándole y animándole a seguir a Cristo a cualquier costo.

PARTE FINAL & Conclusión


Poco después, de regreso en China, Taylor pudo comprobar con tristeza que la obra trastabillaba. En vez de hacer planes para su adelanto, apenas pudo atender lo necesario para robustecer lo que había. En esa circunstancia, su nueva esposa, Jenne Faulding, prestaba una gran ayuda. Al cabo de unos nueve meses pudo visitar cada centro y cada punto de predicación de la Misión. La obra cobró nueva fuerza.


Nuevos sueños

Un día lo siguió un anciano hasta donde él alojaba y le dijo: «Me llamo Dzing, y tengo una pregunta que me atormenta: ¿Qué voy a hacer con mis pecados? Nuestro maestro nos enseña que no hay un estado futuro, pero encuentro difícil creerlo… ¡Ah Señor! De noche me tiro en la cama a pensar. De día me siento solitario a pensar. Pienso, y pienso, y pienso más, pero no sé qué hacer con mis pecados. Tengo setenta y dos años.

No espero terminar otra década. ¿Puede usted decirme qué debo hacer con mis pecados?». Esta conversación, más el ver las multitudes en las grandes ciudades sin testimonio de Dios, produjo en Hudson Taylor una nueva urgencia por más obreros. En una de sus Biblias escribió: «Le pedí a Dios cincuenta o cien evangelistas nacionales y otros tantos misioneros como sean necesarios para abrir los campos en los cuatro Fus y cuarenta y ocho ciudades Hsien que están aún desocupados en la provincia de Chekiang. Pedí en el nombre de Jesús». Era el 27 de enero de 1874.

Poco después le fue entregada a Taylor una carta que traía una donación de 800 libras «para la obra en provincias nuevas». ¡La carta había sido enviada aún antes de que Taylor escribiera su petición en la Biblia!

Sin embargo, un llamado urgente desde Inglaterra por parte de la Srta. Blatchley –que estaba a cargo de los niños– lo obligó a viajar de inmediato. Luego supo que ella había muerto. Allí en Inglaterra le sobrevino una grave enfermedad a la columna, a causa de una caída que había tenido poco antes de salir de China. Como consecuencia, estuvo paralizado de sus piernas, totalmente postrado.

Allí, solo, en su lecho de dolor –su esposa estaba lejos atendiendo otras necesidades–, con la carga de la inmensa obra sobre su corazón y con poca esperanza de volver a caminar, surgió, sin embargo, el mayor crecimiento para la Misión al Interior de China. En 1875 publicó un folleto titulado: «Llamamiento a la oración a favor de más de 150 millones de chinos», en el cual solicitaba la cooperación de dieciocho misioneros jóvenes que abrieran el camino.

En poco tiempo se completó el número solicitado, y él mismo, desde su lecho, comenzó a enseñarles el idioma chino. ¿Cómo explicaba Taylor las extrañas circunstancias en que se dio esta expansión? «Si yo hubiera estado bien (de salud) y pudiera haberme movido de un lugar a otro, algunos hubieran pensado que era la urgencia del llamamiento que yo hacía y no la obra de Dios lo que había enviado a los dieciocho a China».

Las formas cómo el Señor proveía para las necesidades para la Misión eran variadas y asombrosas. Cierta vez viajaba con un noble amigo ruso que le había escuchado hablar. «Permítame darle una cosa pequeña para su obra en China», le dijo, extendiéndole un billete grande.

Taylor, pensando que tal vez se había equivocado, le dijo: «¿No pensaba darme usted cinco libras? Permítame devolverle este billete, pues es de cincuenta». «No puedo recibirlo», le contestó el conde no menos sorprendido. «Eran cinco libras lo que pensaba darle, pero seguramente Dios quería que le diera cincuenta, de manera que no puedo tomarlo otra vez.» Al llegar a casa, Taylor halló que todos estaban orando. Era fecha de enviar otra remesa para China, y aún faltaban más de 49 libras. ¡Ahí entendió Taylor por qué el conde le había dado 50 libras y no 5!

Durante los próximos años, los pioneros de la Misión viajaron miles de kilómetros por todas las provincias del interior. Sin embargo, lo mucho que ellos hacían era, en verdad, tan poco comparado con los millones de chinos que diariamente morían sin Cristo. Taylor se percató de que la única manera de alcanzar a toda China era incorporando al servicio a los mismos chinos.

«Yo miro a los misioneros (extranjeros) como el andamio alrededor de un edificio en construcción; cuanto más ligero pueda prescindirse de él, tanto mejor».

El desbordamiento

En 1882 Taylor oró al Señor por setenta misioneros, los cuales Dios fielmente proveyó en los tres años siguientes, con su respectivo sustento. El reclutamiento de los Setenta trajo una gran conmoción en toda Inglaterra, notificando a todo el pueblo cristiano de la gran obra que Dios estaba realizando en China. Otros conocidos siervos de Dios, como Andrew Bonar y Charles Spurgeon, se sumaron al apoyo a la Misión.

Cuatro años más tarde, Taylor da otro paso de fe, y pide al Señor cien misioneros. Ninguna Misión existente había soñado jamás en enviar nuevos obreros en tan gran escala. En ese tiempo, la Misión tenía sólo 190 miembros y pedirle a Dios un aumento de más del cincuenta por ciento ¡era algo impensable! Sin embargo, durante 1887, milagrosamente, seiscientos candidatos venidos de Inglaterra, Escocia e Irlanda, se inscribieron para enrolarse. Así, el trabajo de la Misión se esparció por todo el interior del país según era el deseo original de Taylor. ¡Al final del siglo XIX, la mitad de todos los misioneros del país estaban ligados a la Misión!

En octubre de 1888, Taylor visita Estados Unidos, donde fue recibido afectuosamente en Northfield por D. L. Moody, desde donde emprendió el regreso a China, pero no solo: le acompañaban 14 jóvenes misioneros más, procedentes de Estados Unidos y Canadá.Durante los próximos años, Taylor vio extenderse su ministerio a todo el mundo. Compartió su tiempo visitando América, Europa y Oceanía, reclutando misioneros para China. Fueron los años del desbordamiento espiritual, que ahora se extendía por todos los confines de la tierra.

Un carácter transformado

El carácter de Taylor había alcanzado una gran semejanza con su Maestro. He aquí el testimonio de un ministro anglicano que le hospedó: «Era él una lección objetiva de serenidad. Sacaba del banco del cielo cada centavo de sus ingresos diarios – ‘Mi paz os doy’. Todo aquello que no agitara al Salvador ni perturbara su espíritu, tampoco le agitaría a él. La serenidad del Señor Jesús en relación a cualquier asunto, y en el momento más crítico, era su ideal y su posesión práctica.

No conocía nada de prisas ni de apuros, de nervios trémulos ni agitación de espíritu. Conocía esa paz que sobrepuja todo entendimiento, y sabía que no podía existir sin ella… Yo conocía las ‘doctrinas de Keswick, y las había enseñado a otros, pero en este hombre se veía la realidad, la personificación de la ‘doctrina Keswick’, tal como yo nunca esperaba verlo».

La lectura de la Biblia era para él un deleite y un ejercicio permanente. Un día, cuando ya había pasado los setenta años, se paró, Biblia en mano, en su hogar en Lausanne, y le dijo a uno de sus hijos: «Acabo de terminar de leer la Biblia entera por cuarentava vez en cuarenta años». Y no sólo la leía, sino que la vivía.

En abril de 1905, a la edad de 73 años, Taylor hizo su último viaje a China. Su esposa Jennie había fallecido, y él había pasado el invierno en Suecia. Su hijo Howard, que era médico, acompañado de su esposa, decidieron acompañar a Taylor en este viaje. Al llegar a Shangai, él visitó el cementerio de Yangchtow, donde estaba sepultada su esposa María y cuatro de sus hijos.

Mientras recorrían las ciudades chinas, Howard pudo comprobar el gran amor que todos le dispensaban a su padre, y también conocer cuál era el secreto de su prodigiosa vida espiritual.

Para Taylor, el secreto estaba en mantener la comunión con Dios diaria y momentáneamente. Y esto se podía lograr únicamente por medio de la oración secreta y el alimentarse de la Palabra. Pero ¿cómo obtener el tiempo necesario para estos dos ejercicios espirituales? «A menudo, cuando tanto los viajeros como los portadores chinos habían de pasar la noche en un solo cuarto (en las humildes posadas chinas), se tendían unas cortinas para proveer un rincón aislado para nuestro padre, y otro para nosotros.

Y luego, cuando el sueño había hecho presa de la mayoría, se oía el chasquido de un fósforo y una tenue luz de vela nos avisaba que Hudson Taylor, por más cansado que estuviera, estaba entregado al estudio de su Biblia en dos volúmenes que siempre llevaba. De las dos a las cuatro de la madrugada era el rato generalmente dedicado a la oración – el tiempo cuando podía estar seguro de que no habría interrupción en su comunión con Dios. Esa lucecita de vela ha sido más significativa para nosotros que todo lo que hemos leído u oído acerca de la oración secreta; esto significaba una realidad – no la prédica, sino la práctica».

Después de haber recorrido todas las misiones establecidas por él, Hudson Taylor se retiró a descansar una tarde de junio de 1905, y de este sueño despertó en las mansiones celestiales.



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