martes, 31 de agosto de 2010

James Hudson Taylor PARTE I -

Hudson Taylor circa 1865Creo que el momento es preciso para comenzar a compartir inspiradoras y emocionantes biografías de hombres y mujeres de fe que Dios ha usado a lo largo de la historia para extender Su Reino sobre las naciones.
Para muchos no es desconocida la historia del misionero ingles Hudson Taylor. Numerosas experiencias y anécdotas de su vida han servido de gran inspiración y motivación para los creyentes a lo largo y ancho de la tierra. Yo he sido uno de esos creyentes y por eso hoy quiero compartir con ustedes la maravillosa historia de este hombre de coraje y fe. La fuente de donde saqué esta biografía llegó a mi recientemente. En las próximas entradas estaré compartiendo sustanciales extractos de la vida y ministerio de Hudson Taylor.
Les dejo entonces con la primera parte de la emocionante y retadora vida de fe de este sencillo misionero.
Biografía: James Hudson Taylor PARTE I
EL PADRE DE LAS MISIONES MODERNAS
James Hudson Taylor nació el 21 de mayo de 1832 en un hogar cristiano. Su padre era farmacéutico en Barnsley, Yorkshire (Inglaterra), y un predicador que en su juventud tuvo una fuerte carga por China. Cuando Hudson tenía sólo cuatro años de edad, asombró a todos con esta frase: «Cuando yo sea un hombre, quiero ser misionero en China».
La fe del padre y las oraciones de la madre significaron mucho. Antes de que él naciera, ellos habían orado consagrándolo a Dios precisamente para ese fin.
Sin embargo, pronto el joven Taylor se volvió un muchacho escéptico y mundano. Él decidió disfrutar su vida. A los 15 años entró en un banco local y trabajó como empleado menor donde, puesto que era un adolescente bien dotado y alegre, llegó a ser muy popular. Los amigos mundanos le ayudaron a ser burlón y grosero. En 1848 dejó el banco para trabajar en la tienda de su padre.
Conversión y llamamiento
Su conversión es una historia asombrosa. Una tarde de junio de 1849, cuando tenía 17 años, entró en la biblioteca de su padre. Echaba de menos a su madre que estaba lejos, y quería leer algo para pasar el rato. Tomó un folleto de evangelismo que le pareció interesante, con el siguiente pensamiento: «Debe haber una historia al principio y un sermón o moraleja al final. Me quedaré con lo primero y dejaré lo otro para aquellos a quienes le interese».
Pero al llegar a la expresión «la obra consumada de Cristo» recordó las palabras del Señor «consumado es», y se planteó la pregunta: «¿Qué es lo que está consumado?». La respuesta tocó su corazón, y recibió a Cristo como su Salvador.
A esa misma hora, su madre, a unos 120 kilómetros de allí, experimentaba un intenso anhelo por la conversión de su hijo. Ella se encerró en una pieza y resolvió no salir de allí hasta que sus oraciones fuesen contestadas. Horas más tarde salió con una gran convicción. Diez días más tarde regresó a casa. En la puerta le esperaba su hijo para contarle las buenas noticias. Pero ella le dijo: «Lo sé, mi muchacho. Me he estado regocijando durante diez días por las buenas nuevas que tienes que decirme.»
Más tarde Hudson se enteró de que también su hermana, hacía un mes, había iniciado una batalla de oración a favor de él. «Criado en tal ambiente, y convertido en tales circunstancias, no es de extrañar que desde el comienzo de mi vida cristiana se me hacía fácil creer que las promesas de la Biblia son muy reales».
Sin embargo, a poco andar, Hudson empezó a sentirse descontento con su estado espiritual. Su «primer amor» y su celo por las almas se había enfriado. En una tarde de ocio de diciembre de 1849 se retiró para estar solo. Ese día derramó su corazón delante del Señor y le entregó su vida entera. «Una impresión muy honda de que yo ya había dejado de ser dueño de mí mismo se apoderó de mí, y desde esa fecha para acá no se ha borrado jamás». Poco tiempo después, sintió que Dios le llamaba para servir en China.
Desde entonces su vida tomó un nuevo rumbo, pues comenzó a prepararse diligentemente para lo que sería su gran misión. Adaptó su vida lo más posible a lo que pensaba que podría ser la vida en China. Hizo más ejercicios al aire libre; cambió su cama mullida por un colchón duro, y se privó de los delicados manjares de la mesa. Distribuyó con diligencia tratados en los barrios pobres, y celebró reuniones en los hogares.
Comenzó a levantarse a las cinco de la mañana para estudiar el idioma chino. Como no tenía recursos para comprar una gramática y un diccionario –muy caros en ese tiempo– estudió el idioma con la ayuda de un ejemplar del Evangelio de Lucas en mandarín. También empezó el estudio del griego, hebreo, y latín.
En mayo de 1850 comenzó a trabajar como ayudante del Dr. Robert Hardy, con quien siguió aprendiendo el arte de la medicina, que había comenzado con su padre. Sabía de la escasez de médicos en China, así que se esmeró por aprender.
En noviembre del año siguiente, tomó otra decisión importante: para gastar menos en sí mismo y poder dar más a otros, arrendó un cuarto en un modesto suburbio de Drainside, en las afueras del pueblo. Aquí empezó un régimen riguroso de economía y abnegación, oficiando parte de su tiempo como médico autonombrado, en calles tristes y miserables. Se dio cuenta que con un tercio de su sueldo podía vivir sobriamente. «Tuve la experiencia de que cuanto menos gastaba para mí y más daba a otros, mayor era el gozo y la bendición que recibía mi alma».
La fe es probada
Sin embargo, por este tiempo Hudson Taylor tuvo una dolorosa experiencia. Desde hacía dos años conocía a una joven maestra de música, de rostro dulce y melodiosa voz.
Él había alentado la esperanza de un idílico y feliz matrimonio con ella. Pero ahora ella se alejaba. Viendo que nada podía disuadir a su amigo de sus propósitos misioneros, ella le dijo que no estaba dispuesta a ir a China.
Hudson Taylor quedó completamente quebrado y humillado. Por unos días sintió que vacilaba en su propósito, pero el amor de Dios lo sostuvo. Años más tarde diría: «Nunca he hecho sacrificio alguno». No habían faltado los sacrificios, es verdad, pero él llegó a convencerse de que el renunciar a algo para Dios era inevitablemente recibir mucho más. «Un gozo indecible todo el día y todos los días, fue mi feliz experiencia. Dios, mi Dios, era una Persona luminosa y real. Lo único que me correspondía a mí era prestarle mi servicio gozoso».
Entre tanto, la carga por la evangelización de China se hacía cada vez más fuerte en su corazón.
A su madre le escribía: «La tarea misionera es la más noble a que podamos dedicarnos. Ciertamente no podemos ser insensibles a los lazos humanos, pero ¿no debemos regocijarnos cuando hay algo a lo que podemos renunciar por el Salvador? ¡Oh, mamá, no te puedo decir cómo anhelo ser misionero... Piensa, madre mía, en los doce millones de almas en China que cada año pasan a la eternidad sin Aquel que murió por mí!... ¿Crees que debo ir cuando haya ahorrado suficiente para el viaje? Me parece que no puedo seguir viviendo si no se hace algo por China».
Pero había algunas consideraciones –aparte del dinero para el viaje– que aún lo detenían. Él sabía que en China no tendría ningún apoyo humano, sino sólo Dios. No dudaba que Dios no fallaría, pero ¿y si su fe fallaba? Sentía que debía aprender, antes de salir de Inglaterra, «a mover a los hombres, por medio de Dios, sólo por la oración». Así que decidió ejercitar su fe, y estar así preparado para lo que vendría. Muy pronto encontró la manera de hacerlo.
Su patrón le había pedido que le recordara cuándo era el tiempo en que debía pagarle su sueldo trimestral, pero él se propuso no recordárselo, sino orar para que Dios lo hiciera.
De esa manera vería la mano de Dios moverse en respuesta a su oración. Pero al llegar la fecha, el patrón lo olvidó. Como aún le quedaba una pequeña moneda, y no tenía mayor necesidad, siguió orando sin decirle nada a su patrón. Ese domingo un hombre muy pobre fue a buscarlo porque su esposa agonizaba. Allí comprobó que esa familia con cinco niños tristes, y la madre con un bebé de tres días en sus brazos, se moría de hambre.
En su corazón él deseaba haber tenido su moneda convertida en sencillo para darle algo, sin quedar en blanco. Para el día siguiente, él mismo no tenía qué comer.
Mientras intentaba alentar a la familia, su corazón le reprochaba su hipocresía e incredulidad. Les hablaba de un Padre amoroso que cuidaría de ellos, pero no creía que ese mismo Padre pudiera cuidar de él, si es que entregaba todo su dinero. Su oración le pareció falsa y vacía. Cuando ya se retiraba, el hombre le rogó: «Ya ve usted la situación en que estamos, señor. Si puede ayudarnos, ¡por amor de Dios hágalo!» Entonces Hudson sintió que el Señor le recordaba las palabras: «Al que te pida, dale».
Así que, obedeciendo con temor, metió la mano en el bolsillo y le dio su única moneda. «Recuerdo bien que esa noche, al regresar a mi cuarto, el corazón lo sentía tan liviano como el bolsillo. Las calles desiertas y oscuras retumbaban con un himno de alabanza que no pude contener.»
A la mañana siguiente, mientras desayunaba lo último que le quedaba, le llegó una carta. Venía sin remitente y sin mensaje. En ella sólo venía un par de guantes de cabritilla. Y en uno de ellos había una moneda ¡de cuatro veces el valor de la que había regalado! Esa moneda lo salvó de la emergencia, y le enseñó una lección que nunca olvidaría. Sin embargo, el doctor seguía sin recordar su compromiso, así que siguió orando. Pasaron quince días, pero nada.
Desde luego, no era la falta de dinero lo que más lo mortificaba, pues podía obtenerlo con sólo pedirlo.
El asunto era: ¿Estaba en condiciones de ir a China o su falta de fe le sería un estorbo? Y ahora surgía un nuevo elemento de preocupación.
El sábado por la noche debía pagar el arriendo de su pieza, y no tenía dinero. Además, la dueña de la pieza era una mujer muy necesitada.
El sábado en la tarde, poco antes de terminar la jornada semanal, el doctor le preguntó: «Taylor, ¿es ya el tiempo de pagarle su sueldo?».
Él le contestó, con emoción y gratitud al Señor, que hacía algunos días ya había vencido el plazo. El médico le dijo: «Ah, qué lastima que no me lo recordara. Esta misma tarde mandé todo el dinero al banco. Si no, le hubiera pagado en seguida.»
Muy turbado, esa tarde Hudson tuvo que buscar refugio en el Señor para recuperar la paz. Esa noche, se quedó solo en la oficina, preparando la palabra que debería compartir al día siguiente. Esperaba que el llegar esa noche a su cuarto, ya la señora estuviese acostada, así no tendría que darle explicaciones. Tal vez el lunes el Señor le supliera para cumplir su compromiso.
Era poco más de las diez de la noche, y estaba por apagar la luz e irse, cuando llegó el médico. Le pidió el libro de cuentas, y le dijo que, extrañamente, un paciente de los más ricos había venido a pagarle. El doctor anotó el pago en el libro y estaba por salir, cuando se volvió y, entregando a Hudson algunos de los billetes que acababa de recibir, le dijo: «Ahora que se me ocurre, Taylor, llévese algunos de estos billetes. No tengo sencillo, pero le daré el saldo la próxima semana».
Esa noche, antes de irse, Hudson Taylor se retiró a la pequeña oficina para alabar al Señor con el corazón rebosante. Por fin, supo que estaba en condiciones para ir a China.
El sueño comienza a cumplirse
En otoño de 1852, se trasladó a Londres, donde se matriculó como estudiante de medicina en uno de los grandes hospitales. Aunque la Sociedad para la Evangelización de China (CES por sus iniciales en inglés) le ayudó sufragándole parte de sus gastos, él continuó dependiendo en todo lo demás directamente del Señor. Cuando solamente tenía 21 años de edad, y aún no había acabado sus estudios, se le abrió inesperadamente la puerta, por lo que tuvo que embarcarse para Shanghai a la brevedad.
Desde China habían llegado informes de que el líder revolucionario de los Taiping solicitaba misioneros para la propagación del evangelio, que él mismo había abrazado tiempo atrás. Así que la CES decidió enviar a Hudson Taylor, esperando enviar a otro misionero un poco más adelante.
Taylor se embarcó en Liverpool en septiembre de 1853, en el buque de carga Dumfries, llevando en su equipaje mucha de literatura en idioma chino para distribuir. Nunca olvidaría el grito desgarrador de su madre al verlo partir. Allí en la nave, era el único pasajero.
Fue un viaje tempestuoso; en dos ocasiones estuvieron a punto de naufragar. La navegación se calmó cerca de Nueva Guinea. El capitán se desesperó cuando una corriente los llevaba rápidamente hacia los arrecifes de la costa, donde los caníbales les esperaban con fogatas encendidas. Taylor y otros se retiraron a orar y el Señor envió una fuerte brisa que los puso a salvo. Arribaron a Shanghai en marzo de 1854, tras seis largos meses de navegación.
¡El viaje normalmente tomaba cuarenta días!
Hudson Taylor no estaba preparado para la guerra civil que encontró a su arribo. La revolución había comenzado a degenerarse rápidamente. Muchos de los líderes rebeldes habían abrazado el cristianismo sólo por motivos políticos. «No conocían mucho del espíritu cristiano y no manifestaban ninguno». El destino de Taylor era Nanking, en el norte, pero sólo pudo establecerse en Shanghai, donde fue acogido por el doctor Lockhart.
A su alrededor había miseria, violencia y muerte. Sus ojos se inflamaron, sufrió dolores de cabeza y pasaba mucho frío. En su gracia, Dios permitía que desde el principio estuviera rodeado de muchas dificultades, para así prepararlo en las tareas que habría de enfrentar más adelante.
Pese a estas dificultades, en los dos primeros años que estuvo Hudson Taylor en China, realizó diez viajes misioneros desde Shanghai, en pequeñas embarcaciones que servían a la vez de albergue. Con la llegada del misionero Parker pudo realizar una labor más amplia, distribuyendo 1800 Nuevos Testamentos y más de 2.000 tratados y folletos. Poco después, sin embargo, los Parker se trasladaron a Ningpo y él se quedó solo.En parte para explorar lugares de futura residencia y también para evitar los senderos de los nacionalistas, Hudson Taylor realizó un viaje por el Yangtze en barco. Visitó 58 pueblos, de los cuales sólo siete habían visto a un misionero alguna vez. Predicó, removió tumores y distribuyó libros.
A veces, las personas huían de él, o le lanzaban barro y piedras. Su aspecto occidental, cómico y carente de dignidad para los chinos, distraía continuamente a las audiencias. Esto le llevó a tomar una decisión radical, que habría de hacerle acepto a los chinos, pero casi abominable a los ingleses: Se vistió a la usanza china, con la cabeza rasurada por el frente y con el cabello de la parte posterior tomado en una larga trenza. Desde ese día, pudo realizar la obra con mayor eficacia.
En octubre de 1855 dejó Shanghai para ir a Tsungming, una gran isla en la desembocadura del Yangtze, con más de un millón de habitantes y ningún misionero. Allí fue muy bien recibido por la gente, en parte por sus labores médicas. Sintió que ése sería un buen lugar para establecerse y volvió a Shanghai para reabastecerse de medicamentos, recolectar cartas y proveerse con ropa de invierno.
Sin embargo, las autoridades le ordenaron abandonar Tsungming, pues los doctores locales se quejaron porque estaban perdiendo su negocio a causa del doctor extranjero. Además, según los acuerdos binacionales, los extranjeros sólo podían morar en los puertos, y no en el interior del país. Estas seis semanas en la isla fueron su primera experiencia en el «interior».
En este tiempo, Hudson Taylor habría de hallar un motivo de mucho gozo y compañerismo cristiano. Conoció a William Burns, un evangelista escocés, con quien congenió en seguida, pese a la disparidad de sus edades. Burns era un hombre muy eficaz en la Palabra y de mucha oración. Durante siete meses trabajaron juntos con mucho provecho. Pronto, Burns se dio cuenta que su compañero lograba un mayor acercamiento a la gente, así que él también decidió rasurarse y vestirse como ellos.
En febrero de 1856, ambos fueron llamados a Swatow, 1.500 kilómetros al sur. Tras 4 meses de servicio allí, y pese a las muchas dificultades, Dios bendijo su trabajo, así que pensaron establecerse en ese lugar. Burns pidió a Taylor que fuese a Shanghai a buscar su equipo médico, que les era de gran necesidad. Cuando éste llegó encontró que casi todos sus suministros médicos habían sido destruidos accidentalmente en un incendio.
Entonces vino la penosa noticia de que Burns había sido arrestado por las autoridades chinas y enviado hasta Cantón, y que a él se le prohibía regresar a Swatow. «Esos meses felices fueron de inexpresable gozo y consuelo para mí. Nunca tuve un padre espiritual como el Sr. Burns. Nunca había conocido una comunión tan segura y tan feliz. Su amor por la Palabra era una dicha, y su vida santa y reverente, y su constante comunión con Dios hicieron que su compañerismo satisficiera las ansias más profundas de mi ser».
Poco después, Swatow estuvo en el ojo del huracán, a causa de la guerra anglo-china, por lo que Hudson Taylor pudo comprobar que todas las circunstancias son ordenadas por Dios para favorecer a los que le aman.
Taylor decidió quedarse en Ning-po, donde el doctor Parker había establecido un hospital y un dispensario farmacéutico. Por ese tiempo, Hudson Taylor había quedado casi en la indigencia.
Le habían robado su catre de campaña, ropa, dos relojes, instrumentos quirúrgicos, su concer-tina, la fotografía de su hermana Amelia y una Biblia que le había dado su madre. Además, la CES estaba en bancarrota. Había tenido que conseguir dinero para pagar a sus misioneros, así que Hudson se vio impelido a renunciar, por motivos de conciencia. «Para mí era muy clara la enseñanza de la Palabra de Dios «No debáis a nada nada»... Lo que era incorrecto para un solo cristiano, ¿no lo era también para una asociación de cristianos?... Yo no podía concebir que Dios era pobre, que le faltaban recursos, o que estaba renuente a suplir la necesidad de cualquier obra que fuera suya. A mí me parecía que, si faltaban los fondos para una determinada obra, entonces hasta allí, en esa situación, o en ese tiempo, no podría ser la obra de Dios». El paso de fe de renunciar al sueldo de la Sociedad, lo llenó de gratitud y gozo. Desde entonces, confiaría solamente en Dios para su sustento.
fuente: FACEBOOK/Biografias Cristianas
La mayoría de estas biografías (sino es que todas) fueron escritas por del blog desaparecido de biografías de Daniel Dañeiluk autor del OJO PROTESTANTE y otras fuentes...

ATTE.
PASTOR

LUIS E. ALVARADO
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